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El gran juego de la vida: un relato de Jaime Bayly

Pero estar cómodo contigo mismo no supone necesariamente estar cómodo en la vida misma, ni disfrutar de una vida desahogada, confortable. No: el juego recién comienza cuando sabes quién eres y aceptas el cuerpo que te ha tocado, la vida que te ha sido dada.

Por: Jaime Bayly

La vida es ponerse cómodo. Si estás incómodo, será difícil que puedas disfrutar de tu existencia.

La comodidad no pasa necesariamente por el dinero. Puedes tener mucho dinero y disponer de todas las comodidades materiales y, no obstante, estar incómodo.

Recuerdo los tiempos lejanos en que me sentía incómodo en mi cuerpo. No me faltaba dinero. Tenía un bonito apartamento y un auto de lujo. Pero mi vida era una terrible, insoportable incomodidad. ¿Por qué estaba tan incómodo? Porque no me aceptaba a mí mismo tal cual era. Me miraba en el espejo y me detestaba. Estaba tan incómodo en mi cuerpo que no me interesaba seguir viviendo.

Entonces la primera comodidad básica, esencial, no negociable, es aceptarte como eres, quererte como eres. No me refiero a tus virtudes. Me refiero a tus debilidades, tus imperfecciones. Me refiero a lo que te hace único, diferente, singular, uno fuera del montón. Debes aceptar quien eres con serenidad y coraje. Eso supone reconocer tus limitaciones. Eso exige ser valeroso y amar los rasgos esenciales de tu identidad.

Lo primero que debes aprender en el colegio y en la universidad es quién eres de verdad: qué te gusta, qué te disgusta, en qué cosas eres bueno, en qué cosas eres malo. Eso no puede enseñártelo un profesor, un amigo, una novia, un pariente. Descubrir quién eres, saber quién eres, es un aprendizaje que corre enteramente por cuenta tuya. Mientras más pronto lo sepas, mejor para ti, menos perderás el tiempo equivocándote en el camino.

Una vez que sepas las señas básicas de tu identidad, que conozcas tus pocos talentos y tus numerosas inhabilidades, habrás dado un gran primer paso: estarás en paz contigo mismo, cómodo en tu cuerpo, siendo quien eres, no deseando ser alguien distinto, no tratando de cambiar lo que no puede cambiarse porque es tu marca genética y corre en tu sangre.

Pero estar cómodo contigo mismo no supone necesariamente estar cómodo en la vida misma, ni disfrutar de una vida desahogada, confortable. No: el juego recién comienza cuando sabes quién eres y aceptas el cuerpo que te ha tocado, la vida que te ha sido dada.

Luego viene una parte fundamental del gran juego de la vida. Lo que viene es todavía más difícil. Tienes que decidir cómo quieres jugar el juego. Tienes que elegir, en base a tus talentos, tus aptitudes, tus sensibilidades, tus sueños, cuál de los muchos juegos que la vida ofrece es aquel que deseas jugar. Debes escoger el juego basado en dos consideraciones: una, crucial, que te consideres bueno para jugarlo, y otra, capital, que estés bastante seguro de que disfrutarás jugando ese juego, aun si no ganas siempre. La clave no es ganar el juego, nadie puede ganarlo siempre, la clave es disfrutar del juego.

Yo elegí el juego de ser un escritor. Presentía que podía jugarlo más o menos bien. Soñaba con jugar ese juego todos los días. Estaba bastante seguro de que jugarlo le daría un sentido o un propósito a mi vida. Sospechaba poderosamente que había un escritor en mí, que había nacido con ese don, ese mínimo talento, que esa gracia o pericia me venía en la sangre desde mi bisabuela Mercedes Gallagher y que solo tenía que atreverme a despertar al escritor que dormía en mí. No fue tan difícil elegir el juego que deseaba jugar. En todo lo demás, era malo, malísimo, un perfecto inútil. Confieso que en algún momento me tentó jugar el juego de la política. Pensé: podría jugarlo bien, podría ganar, pero no lo disfrutaría, no gozaría del juego. Por eso no quise desviarme del juego esencial de mi vida, que es mi vocación, mi pasión, mi locura incurable, mi seña de identidad: el juego de escribir historias, el juego de contarlas. Treinta y cinco años después, sigo jugando el juego, y vaya que lo disfruto cada día.

Pero cuando elijas el juego, tu juego, el campo o el ámbito en el cual vas a desplegar tus talentos, no debes pensar prioritariamente en el dinero, salvo que tu juego sea ese mismo, el de hacer dinero, todo el dinero que sea posible, un juego que, por supuesto, debe de ser fascinante, pero yo no nací con esas aptitudes, nunca he jugado el juego pensando en el dinero, y sin embargo no me ha faltado dinero.

Trata de no equivocarte en el juego que decidas jugar. Pero, si te equivocas, no es el fin del mundo: probaste, no te gustó, lo dejas y cambias de juego. No siempre se acierta a la primera. Lo importante, lo esencial, es saber qué te gusta, para qué eres bueno, qué juego te atrae naturalmente, cómo te gusta imaginar tu particular sentido del éxito, de la felicidad.

El dinero viene después. Primero descubres quién eres. Luego eliges el juego. Y una vez que comienzas a jugarlo, tratas de ser el mejor, te sometes a una disciplina rigurosa para encontrar tu registro más fino, te enfocas en aprender las técnicas del juego hasta dominarlo y perfeccionarlo: la práctica hace la perfección. Lo importante no es quedar primero, ganar premios, ser famoso, despertar aplausos. Lo importante es gozar del juego, disfrutarlo tanto que te provoque jugarlo también los domingos y los feriados, amarlo tanto que no necesites tomar vacaciones, porque dedicarte a tu gran pasión, a tu sueño único y superior, te hace sentir todo el tiempo de vacaciones, pues tu oficio no te resulta una cosa pesada ni odiosa, sino unas horas espléndidas que te dan placer y sacan lo mejor de ti mismo.

Entonces el sentido de la vida es ponerse cómodo con el cuerpo imperfecto que te ha tocado, con el juego arduo que has elegido jugar y con la gloriosa sensación de que estás viviendo el tiempo limitado que te ha sido concedido exactamente como deseas vivirlo, de tal manera que, cuando te toque morir, podrás decir: viví una vida estupenda, viví la vida que libremente elegí, no me privé de los placeres, las aventuras y las conquistas que merecía, qué suerte tuve de conocerme, de ser yo mismo.

Si te dedicas a una gran pasión, al juego esencial que te define, a la actividad que te eleva y saca lo mejor de ti, no importa tanto si no ganas demasiado dinero: gozar de la vida es algo que no tiene precio, un bien o una bendición de valor incalculable, una dicha que corre separada de la posesión de dinero. ¿De qué te serviría una vida vulgar, si ganases mucho dinero jugando un juego que no te gusta, que saca lo peor de ti, que te hace sentir miserable? No quieres ganar el dinero sucio que te hace infeliz. Lo que conviene es ganar el dinero limpio que te hace feliz. Es mejor vivir una vida austera y feliz, que una lujosa y desdichada. No le entregues tu alma al demonio del dinero. Entrega tu espíritu a los dioses de la belleza, la armonía, la paz, la felicidad. Si entregas lo mejor de ti, tu talento más poderoso y singular, a la causa noble de mejorar tu vida, y la vida de los otros, sin pensar obsesivamente en el dinero, sospecho que la plata llegará luego y será suficiente para que seas feliz.

Aquella será entonces la última de todas las comodidades en juego: según el dinero que ganes, qué apartamento o casa te compras, qué auto o bicicleta adquieres, adónde viajas en tus vacaciones. Yo he tenido siempre bastante dinero como para no preocuparme por el dinero. Entonces las comodidades materiales, quiero decir la casa, el auto, los viajes, la ropa, no han sido un problema para mí. Pero no puedo imaginar lo triste, vacía y desoladora que sería mi vida si no estuviese cómodo en el cuerpo que me tocó, si no estuviese cómodo jugando el juego que elegí. Cada día que escribo sin que nadie me obligue a hacerlo, sin tener un jefe ni un horario, sin pensar un segundo en el dinero, me siento cómodo con la vida que elegí para mí. Podría vivir en un apartamento pequeño, no tener un auto, dejar de viajar, comer siempre en casa. Lo que no podría, porque moriría de tristeza, es dejar de jugar el juego que me define, el juego glorioso de ser un escritor.

El gato gordo: un relato de

Mi esposa, que es muy práctica, me dice: si quieres hablar, habla en tu canal, y después anda a tu escritorio y escribe, y no pierdas tiempo viajando y dando conferencias sobre temas que no conoces. Sí, claro, mi amor, le digo, pero luego me quedo pensando en la plata que pude haber ganado en Punta del Este y en Barranquilla y me digo que soy el hombre más sedentario, perezoso y huraño que he tenido la suerte de conocer.

Por Jaime Bayly |

Una agencia internacional de oradores me ofreció bastante dinero para dar una conferencia en un hotel de Punta del Este. Quedé preocupado. Me pareció una señal de alarma. Algo estoy haciendo mal, pensé. Pregunté quiénes serían los amables caballeros que me pagarían. Me dijeron que un grupo de banqueros. Pregunté de qué debía hablarles. Me dijeron que el tema sería la economía en América Latina. Pregunté cuánto tiempo debía hablar. Me dijeron cincuenta minutos.

Yo no sé nada de economía, no tengo nada que decir al respecto, pero la oferta era buena para mi economía, así que acepté. Solo puse una condición: cincuenta minutos es poco tiempo para mí, necesito hora y media y un café expreso cada diez minutos. Mi esposa me dijo estás loco, cómo vas a hablar de economía una hora y media ante un grupo de economistas, si no sabes nada de economía y no tienes nada que decir. Allí está el arte, mi amor, le dije, yo soy capaz de hablar hora y media sin decir nada. Luego me defendí: comprende que me ofrecen mucho dinero, ganaría en un solo día lo que gano en un mes haciendo el programa de televisión, no puedo despreciar esa invitación, si todo sale bien seguro que me ofrecerán luego otras conferencias bien remuneradas. No la convencí en absoluto. Me dijo: vas a hacer el ridículo. No creas, le dije, los voy a hacer reír, voy a contarles historias divertidas de gente rica que he conocido.

Me mandaron el contrato y estaba a punto de firmarlo cuando confirmé que no había vuelos directos desde Miami, donde vivo, hasta Punta del Este. Tampoco había directos a Montevideo. La manera más confortable de viajar era volar primero a ciudad de Panamá, luego a Montevideo y finalmente manejar hasta Punta del Este. Será una paliza, pensé. Demasiados vuelos, demasiadas colas, demasiadas noches mal dormidas. Le escribí al atento señor de la agencia de oradores y le dije que no viajaría. Estoy delicado de salud, alegué. Nací delicado de salud, pensé. Si quieren que vaya, hagan la conferencia en el hotel Alvear de Buenos Aires, un vuelo directo desde Miami, y en ese caso sí estoy dispuesto a viajar. Pero en Punta del Este, mil disculpas, no me esperen. No volvió a escribirme. Mi esposa se reía a carcajadas de mi probada idiotez. Has quedado como el hombre más flojo y engreído del mundo, me dijo. Es verdad, lo soy, reconocí ante ella.

Poco después me escribió una joven colombiana residente en Vancouver ofreciéndome bastante dinero para dar una conferencia en Barranquilla. Algo estoy haciendo muy mal para que me ofrezcan conferencias pagadas ante personas serias, pensé. Quienes desean contratarme, y luego escucharme, son gentes mal informadas, pues piensan que yo tengo algo importante que decirles, y la verdad es que no tengo absolutamente nada que decirles, reflexioné. Pero el dinero que ofrecían era bueno, aunque no tanto como el de la ponencia en Punta del Este que sabe Dios quién dio en mi lugar. Pregunté quiénes me pagarían. Me dijeron que empresarios de la construcción en Colombia. Pregunté de qué debía hablarles. Me dijeron que de política colombiana y latinoamericana. Pregunté cuánto debía durar mi discurso. Me dijeron que media hora. Imposible, le dije a la joven, por lo menos necesito una hora, yo en media hora recién estoy calentando. No hay problema, dijo ella, encantadora. Le dije mándame el contrato. Entretanto, ocurrieron dos cosas fatales. Le pregunté a qué hora sería la conferencia. Me dijo a las diez de la mañana. Imposible, le dije, a esa hora estoy en coma profundo, yo despierto a la una de la tarde, dondequiera que esté. Ella pensó que yo estaba bromeando. La conferencia debe ser a las cuatro o cinco de la tarde, le dije. Ella habló con sus jefes y le dijeron que no, que como muy tarde debía ser a mediodía, no después. Peor todavía, confirmé que solo había un vuelo directo desde Miami a Barranquilla y salía a las diez de la mañana, lo que me obligaría a estar en el aeropuerto a las ocho de la mañana. Ni a palos, pensé. Le dije a la amiga de Vancouver que no podía viajar. Debes comprender, le dije, que para mí la felicidad consiste en dormir todo lo que me pide el cuerpo, y por eso no puedo viajar, porque me condenaría a tres días seguidos madrugando, lo que me hundiría en la desdicha y me quitaría años de vida. Ella tuvo el buen juicio de no insistir.

La otra tarde llegué al café de la isla donde mi esposa y yo almorzamos sin falta y dos hombres estaban esperándonos. Se habían enterado de que voy a ese café los siete días de la semana, a la misma hora, tres de la tarde, a comer y beber lo mismo, un pastel de espinaca y un jugo de frutos rojos. Todos en la isla saben que allí comemos mi esposa y yo porque ella no cocina y yo menos. Los hombres eran de origen peruano y hablaban con acento peruano. Me dijeron que formaban parte de un partido político peruano. Los felicité. Luego hablaron. Me dijeron que yo debía dar una conferencia para los miembros de la comunidad peruana en Miami. La conferencia, añadieron, sería un sábado, a las dos de la tarde, en un restaurante de Coral Gables. No me hablaron de dinero, casi mejor. Me dieron gorras amarillas, camisetas amarillas, calcomanías amarillas del partido. Te esperamos el próximo sábado, me dijeron. Mejor no me esperen, les dije. El sábado a esa hora estaré durmiendo, añadí. Se rieron, pensando que bromeaba. Pero yo hablaba en serio. Luego les dije: no quiero dar una conferencia sobre política peruana, no tengo nada que decir al respecto. Trataron de convencerme, pero no lo consiguieron. Luego mi esposa les dijo: si no se van, voy a llamar a la policía y los voy a denunciar por querer sodomizar a mi marido. Se fueron corriendo, espantados. Me reí a carcajadas. Si ya los políticos son tristes, los que les cargan los maletines son más tristes todavía. Días después, me escribieron rogándome que fuese a darles un discurso ya no a las dos, sino a las cinco de la tarde, en el mismo restaurante. Te pedimos que lo hagas por amor a la patria, me invocaron. Les respondí: mil disculpas, pero soy un hombre que se ha quedado sin patria y no tiene ya nada que decir, buena suerte y, si llegan al poder, que les dure.

Hace dos semanas, cuando murió el gran escritor, me llovieron en el teléfono y el correo electrónico numerosas peticiones de entrevistas para hablar sobre él. No contesté una sola. También me invitaron a decenas de programas de radio y televisión para evocar al genio. Preferí no responder. Todo lo que quería decir sobre el gran escritor lo había escrito ya en mi novela más reciente, “Los genios”, que salió hace un par de años. No tengo nada más que decir, pensé. Y si me asalta la tentación de recordarlo, o relatar las circunstancias que viví con él, prefiero contarlo en mis tribunas personales, es decir en esta columna periodística semanal y en mi canal de YouTube, que acaba de llegar al millón de suscriptores, una señal de que, por fin, algo estoy haciendo bien. ¿Será entonces que la gente que me ve hablando en mi casa todas las tardes para mi canal personal de YouTube piensa que es una buena idea contratarme para que yo vaya hasta allá lejos a seguir hablándole de cualquier otra cosa? Mi esposa, que es muy práctica, me dice: si quieres hablar, habla en tu canal, y después anda a tu escritorio y escribe, y no pierdas tiempo viajando y dando conferencias sobre temas que no conoces. Sí, claro, mi amor, le digo, pero luego me quedo pensando en la plata que pude haber ganado en Punta del Este y en Barranquilla y me digo que soy el hombre más sedentario, perezoso y huraño que he tenido la suerte de conocer.

Flaubert escribió en una carta: “Busca cuál es tu verdadera naturaleza y vive en armonía con ella”. Naturalmente, soy un gato. Soy un gato obeso, veterano, un gato que nunca quiere salir de casa, un gato que siempre está durmiendo o con ganas de hacer la siesta, un gato que detesta los ruidos, los gentíos y toda forma bulliciosa de felicidad. Porque mi ventura y placidez de gato gordo consisten en quedarme en casa sin que nadie me pague por viajar a hablar de cosas que no conozco. Me encantaría ser un tigre, pero, mil disculpas, solo soy un gato.

Los platos rotos

Por Jaime Bayly

Lo que más me entristece al atestiguar mi creciente e inexorable deterioro físico es que ya no puedo correr. Me he olvidado de correr, ya no sé cómo hacerlo. Mi cuerpo de mamut pesa tanto, y mis músculos se han vuelto tan flácidos, y mis reservas de vigor y energía han declinado tanto que, aun cuando lo intento, ya no puedo correr. Mis últimas tentativas de correr han resultado en unos fracasos tan bochornosos que me he propuesto no seguir haciendo el ridículo.
Todo se me cae. Todo se me mancha. Todo se me rompe. Todo se me olvida.

Estoy por cumplir sesenta años y me siento acabado, como si tuviera ochenta.

Es verdad que cuando era un niño ya se me caían las cosas y mi padre se enfurecía y me miraba con rabia y me decía manos de mantequilla. Pero ahora se me caen más cosas, más frecuentemente, más ruidosamente. Se me caen los cubiertos, los platos, los vasos. No consigo sostener nada con una mínima firmeza. Mis manos tiemblan como si supieran que el objeto que cargan de un modo vacilante caerá pronto al piso y será un estrépito. Caen los platos y los vasos y se rompen. Caen los cubiertos y me agacho y no logro recogerlos porque mi cuerpo no es capaz de flexionarse para llegar a ellos.

Mi esposa contempla ese espectáculo con serena templanza, como si hubiese sido educada estoicamente para gobernar el caos que la salpica. Es ella quien recoge los platos rotos, los cubiertos esquivos, los vidrios del frasco de mermelada dispersos en el piso de la cocina. No me hace el menor reproche. Sabe que me siento fatal cuando se me caen las cosas. Sabe que veo la sombra ominosa de mi padre cuando se me caen las cosas. Sabe que con las cosas me caigo yo también, me rompo yo también.

Lo que más me entristece al atestiguar mi creciente e inexorable deterioro físico es que ya no puedo correr. Me he olvidado de correr, ya no sé cómo hacerlo. Mi cuerpo de mamut pesa tanto, y mis músculos se han vuelto tan flácidos, y mis reservas de vigor y energía han declinado tanto que, aun cuando lo intento, ya no puedo correr. Mis últimas tentativas de correr han resultado en unos fracasos tan bochornosos que me he propuesto no seguir haciendo el ridículo y contentarme con caminar de noche, una pequeña linterna encendida en mi mano derecha.

Cuando era niño, y después adolescente, corría sin esfuerzo alguno, corría como si volara, corría decenas de kilómetros sin fatigarme, al lado de mi instructor personal. Mi madre había contratado a un profesor de gimnasia que venía a la casa después del colegio y me sometía a una rigurosa sesión de ejercicios. Yo tenía diez, once, doce años, y era feliz haciendo planchas y abdominales, cargando pesas, saltando soga, pero sobre todo me desbordaba de felicidad cuando corría a toda prisa, siguiendo el ritmo enfebrecido de mi instructor. Salíamos de la casa en las alturas de una colina, bajábamos el cerro por la pista serpentina, huyendo de los perros bravos, y luego corríamos por las vías del tren, al pie del río marrón. Yo no me cansaba, corría muy deprisa, sentía que corría tan velozmente como un perro galgo y que siempre podía correr unos kilómetros más allá. Era la felicidad en estado puro y, sin embargo, yo no era consciente de ello, no sabía que nunca más correría como en aquellos años en que me sentía glorioso, invicto, inmortal. Cuando pienso en los momentos más felices de mi adolescencia, me veo así, corriendo por las vías del tren con mi profesor de gimnasia, cuando correr me resultaba tan fácil como caminar o respirar o patear una pelota.

Porque después de correr un par de horas, mi instructor de calistenia y yo volvíamos a la casa de mis padres y jugábamos un rato al fútbol. Yo amaba el fútbol: amaba jugarlo, amaba verlo, amaba narrarlo. Mi profesor se plantaba como arquero en el jardín, qué más le quedaba, y yo pateaba penales y tiros libres al arco que él custodiaba, mientras lo narraba todo como si fuese un locutor deportivo. Aquella era otra forma de felicidad en estado puro, la de jugar al fútbol en el jardín de la casa. No sabía yo que esa forma espléndida y luminosa de ser tan feliz habría de abandonarme también, con los años, los achaques repentinos y la mórbida decadencia de mi cuerpo. No recuerdo ya la última vez que jugué al fútbol. Sé que fue de noche, en una cancha de cemento, cerca del mar, y que hice el ridículo, porque mi cabeza pensaba una jugada y mi cuerpo era incapaz de ejecutarla. Peor todavía, no podía correr, y por eso mis movimientos eran lentos, sosos, predecibles, y me quitaban la pelota, y me daba vergüenza verme jugando así de mal, siendo el hazmerreír de mi equipo. Nunca más, me dije, y así fue, no he vuelto a saltar a la cancha, vestido de corto.

Todo eso se me ha perdido ahora, correr como si volase, jugar al fútbol sin esfuerzo, y no volverá más, y será un recuerdo que empalidezca con el tiempo. Yo fui un gran corredor y un buen futbolista, pero no podría probarlo, no tengo videos o imágenes que así lo demuestren, y entonces solo puedo aferrarme a mi palabra, mi credibilidad, y nadie confía en mi palabra, porque tengo fama de mentiroso.

Tanto me gustaba el fútbol en aquellos años tempranos que me escapaba del colegio, usaba el transporte público y me dirigía al club de fútbol donde se entrenaba mi equipo favorito. Como lo hacía con bastante frecuencia, ciertos jugadores y el entrenador del plantel ya me conocían y me decían apodos cariñosos. Sentado al borde de la cancha, yo tomaba apuntes en un cuaderno del colegio y soñaba con ser entrenador. En realidad, soñaba con ser futbolista, pero cuando los jugadores profesionales me decían para sumarme a las prácticas y disparar unos tiros al arco, yo le pegaba a la pelota con todas mis fuerzas y me salía un tiro suave, blando, inofensivo, una masita dulce que llegaba sin peligro alguno a las manos del arquero. En aquellos entrenamientos comprendí que yo no era suficientemente fuerte ni viril para ser un futbolista de primera, porque carecía de potencia, de fuelle, de violencia física, de aspereza en los pies para triunfar entre los mayores, y entonces me resigné a ser entrenador o, casi mejor, periodista deportivo.

La verdad es que yo no quería terminar el colegio ni pasar por la universidad. Yo quería ganarme la vida viendo fútbol, narrando fútbol, comentando fútbol, escribiendo sobre fútbol. Me parecía la mejor de todas las vidas posibles: viajar por el mundo viendo grandes partidos desde una cabina, relatándolos, comentándolos. Aunque, en secreto, a veces me decía a mí mismo que algún día sería el entrenador de mi club favorito, de aquellos muchachos a los que veía practicar ciertas mañanas, en lugar de quedarme mansamente en el colegio, memorizando cosas inútiles.

En aquellos años, mi memoria era poderosa. Me sabía las alineaciones de todos los equipos de fútbol de mi país. Me sabía los suplentes y los árbitros y los entrenadores. También me sabía los nombres de los presidentes de todos los países importantes, los nombres de los escritores famosos y sus obras memorables, los nombres de los actores y las actrices y sus mejores películas. Era una máquina para memorizar nombres de guerras y batallas, de imperios y emperadores, de ríos y volcanes, de conquistadores y pontífices. Como sabía que mi memoria era robusta, solía alardear de ella y cuando leía una novela memorizaba un párrafo entero y luego se lo decía a una chica para impresionarla.

Pero ahora mi memoria también se cae, se mancha, se rompe, y en sus pasillos deshabitados se escucha, como un eco incesante, el ruido de las cosas al caer. Me ocurre entonces que estoy viendo un partido de fútbol en la televisión y quiero insultar a un jugador y ya no recuerdo su nombre y quedo hundido en una laguna, de pronto pasmado, alelado, y tengo que ir a la tableta electrónica para averiguar lo que mi cabeza ya no recuerda. Y entonces me olvido de los nombres de los escritores, de sus obras, como me olvido de los nombres de los actores y las actrices y las grandes películas, como me olvido de los nombres de ciertos políticos. El otro día quería recordar los nombres de mis primeras suegras y solo atinaba a recordar sus apellidos, pero no sus nombres, qué bochorno tener que recurrir a los árboles genealógicos sembrados en internet para reencontrarme con ellas, con unos nombres que me habían abandonado.

A todo eso me he reducido entonces, en vísperas de cumplir sesenta años: a ser un hombre al que se le caen las cosas y no puede agacharse a recogerlas, un hombre que se ha olvidado de correr y a duras penas se atreve a salir a caminar, un hombre que ya no podría jugar un partido de fútbol y no se sabe de memoria la alineación de ningún equipo, un hombre caído, un hombre roto, un hombre manchado, un hombre que todo lo olvida y pronto será olvidado.